Por Sandra Flores
Hay quienes migran huyendo de la violencia, otros porque no tienen una oportunidad económica, y es peor la situación si uno es mujer mayor de 35 años, sin estudios y sin un empleo, como me pasó a mí.
Mi nombre es Sandra Flores. Tengo 45 años. Soy salvadoreña, originaria de Guazapa. Crecí con mi abuela. A los 18 años, quedé embarazada y me convertí en madre soltera. Soy una mujer guerrera, luchadora. Sé lo que es pasar hambre, dormir en la calle y vivir en la pobreza.
Estaba cansada de vivir con $100 dólares para mantener a mis dos hijos, a mi abuela enferma, pagar alquiler de casa, la comida, la escuela y el tratamiento para mi hija asmática.
Trabajaba en casas, lavando y planchando, haciendo comida. También vendía pupusas. Buscaba tener al menos lo necesario para vivir. Todos tenemos derecho a no huir, a quedarnos aquí, pero un día dije aquí ya no puedo vivir. No hay oportunidades.
Había oído que la gente se va a Estados Unidos, porque dicen que allá está el sueño americano. En mi caso, fue una gran pesadilla, un gran error.
Porque quienes migramos, lo arriesgamos todo. Nos exponemos a que nos violen, a que nos secuestren, nos separen de nuestros hijos, aguantamos hambre, sed, maltratos, discriminación, miedo, encierro en lugares que uno no conoce, quedando a expensas de coyotes, de gente corrupta; nos arriesgamos a morir, a que nos maten o a quedar varados en el camino. Allí uno mira niños solos, madres con hijos, jóvenes, cientos de personas.
En el 2015, decidí migrar a los Estados Unidos con mi hijo de 17 años y mi hija de 8. Vendí todo para irnos a donde un tío en Nueva York. Contactamos a un coyote. Le pagamos $12,000 dólares. 10 mil pagados aquí, y los otros 2 mil, al llegar al Río Bravo; al final, nos estafó con $2,000 dólares más.
Salimos de Guazapa hacia Tecún Umán, Tapachula, pasamos un río en balsa, Veracruz, Tamaulipas, Ciudad de México hasta el Río Bravo. Fueron 30 días sin saber hacia dónde nos llevaban. Días sin comer, ni tomar agua.
Recuerdo que, del Distrito Federal hacia la frontera con Estados Unidos, viajamos en un trailer, en medio de unas cajas de aguacates. Nos estábamos asfixiando cuando mi hijo vio en una esquina cinco orificios del tamaño de la cabeza de un clavo. Allí poníamos la nariz para respirar por turnos.
Después, en un hospedaje, a cinco minutos del río, aguantamos dos días de calor insoportable, durmiendo con ratas y cucarachas.
Por fin salimos de allí. El coyote nos dijo “no los voy a arriesgar por el río”. Caminamos en medio de un gentío, hasta el final del puente. Allí las autoridades mexicanas nos detuvieron. Me metieron a un cuarto frío y me separaron de mis hijos. En una semana nos deportaron.
Yo había dejado pagado el alquiler de la casa por dos meses, por si me iba mal. Regresamos sin tener nada, pero aún con fuerzas para luchar. Pasé dos años lavando, planchando y haciendo comida en casas. De repente, nuestra vida cambió.
Mi hijo y yo fuimos aceptados en un programa para migrantes retornados, apoyado por varias organizaciones y por la alcaldía.
Recibimos capacitación por nueve meses: asistencia psicológica, autoestima y equilibrio personal, conocí mis fuerzas y mis debilidades. Aprendimos a cómo montar una pequeña empresa, a cómo hacer inversiones, a monitorear las necesidades que existen en nuestras zonas y las de los clientes, a conocer la competencia y tantas cosas que me han servido para crecer.
Esos conocimientos llegaron a mi vida para emprender algo nuevo. Y así renació mi sueño de ser chef. Siempre fui muy buena cocinando, y antes de migrar sabía que mi futuro podía estar en ese mundo."
Con el fondo semilla de $3,000 dólares de una organización local, compramos mobiliario y equipo. Comenzamos un negocio con mis dos hijos, en el que ofrecemos banquetes, hacemos pan y postres.
Después de seis años, tenemos un negocio próspero. Atendemos eventos sociales, familiares, hacemos refrigerios para escuelas e iglesias.
Un sueño al que le he puesto mi propio sazón.
Y pienso en grande: comprar una moto para llevar comida a domicilio, crecer poco a poco con nuevas sucursales, y si se puede hasta nivel internacional. Brindar un servicio variado de calidad, también adaptado al presupuesto de mis clientes. “La Cocina de Mamá Noy”, así nos llamamos. Noy, en memoria de mi abuela, quien tanto me enseñó.
Mi vida cambió, porque el sistema de apoyo para la reintegración de migrantes retornados me ofreció una oportunidad de capacitación y fondos para iniciar mi negocio. Este tipo de intervención por parte de organizaciones de la sociedad civil, gobiernos locales y la comunidad internacional puede cambiarles la vida a muchas otras familias y seguir generando empleos sostenibles en nuestras comunidades.
Publicado el 25 de marzo de 2022.
Sandra Flores es propietaria de un pequeño negocio en El Salvador y comparte su historia de vida para sensibilizar acerca de las causas de migración en el Triángulo Norte y la posibilidad de reintegración sostenible al mercado laboral por medio de capacitación profesional y apoyo financiero, entre otras intervenciones estratégicas. El proceso de reintegración se da gracias a la articulación de actores locales por parte de la Fundación Panamericana para el Desarrollo (PADF) y el desarrollo de una estrategia adaptada al contexto local.